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El aguatero
Juan José Morosoli
Don Felipe debió hacerse aguatero por el amor que le tenía al arroyo y al agua. Hablaba de cauces, árboles, camalotes y lamas, haciendo gustar la sensación de frescura que lo evocaba. Las palabras entraban por la boca. Además era un poeta.
− Esta agua la espero donde se peinan las rubias…
La recogía al término de un cauce encerrado entre sauces cuyas cabelleras, de raíces rosadas y rubias, peinaban las aguas clarísimas.
− Este barril se lo pedí de favor al berral y la menta mota, porque la cañada se ha dejado de saltos, y solo se pasa durmiendo entre las plantas…
− Está fresquita, y si la saca despacio todavía va a encontrar la sombra de los camalotes.
Cuando el verano comenzaba a sorber los arroyos cercanos, él se iba a buscar las vertientes saltarinas de los cerros.
Decía que ser aguatero no consistía en traer agua en un barril, sino en "levantar" el agua del arroyo y traerla hasta la copa, sin que ella se diera cuenta, descansada y fresca.
Desviaba cauces, llevando la corriente hasta las tazas de piedra rosada donde el sol inventaba arañas de oro.
Llevaba tras de sí las cañadas, como si llevara a un animal amigo.
Se indignaba cuando alguien arrojaba un terrón en la corriente limpia.
De los aguateros que conocí, ninguno amaba el agua y el arroyo como él.
La forma en que vertía el agua en las tinajas, era una bella fiesta, que no olvidaré nunca.