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Generalización

Para poner un poco de orden en este estado de cosas, Guillermo de la Dehesa emprendió hace varios años una investigación de largo recorrido y no menor calado que dio lugar en su momento a la publicación de Comprender la globalización , ya un clásico en la materia con diez ediciones, y culminó recientemente con Globalización desigualdad y pobreza .A mi saber y entender, y en ello coincido con De la Dehesa, las mutaciones sufridas en la economía mundial durante las dos últimas décadas requieren explicaciones bastante complicadas. No obstante, el consenso de los economistas profesionales, en general, subraya que sólo pueden entenderse analizándolas en un contexto más amplio que el nacional. La democracia del siglo XXI se asentará sobre dos pilares: libertad de voto y libertad de comercio. En este contexto, el progreso técnico, con sus sucesivas e inevitables oleadas de creación y destrucción, impulsará una competencia terriblemente dura para quienes se rezaguen en la adaptación al tiempo que será fuente de ventajas jamás columbradas en otras épocas. Esta situación de contrastados claroscuros es perfectamente conocida por los economistas, y tanto es así que ni los más optimistas niegan las disfuncionalidades inducidas o exacerbadas de la globalización. Entonces, ¿por qué los estados o las instituciones internacionales no embridan el desbocado galope de la globalización? Primero, porque la globalización no es solamente internacionalización; segundo, porque no es políticamente deseable. Hacer hincapié en un enfoque de la globalización restringido al simple comercio exterior nos llevaría a considerar a EE. UU. como un país muy poco globalizado por cuanto sus exportaciones apenas representan el 7% de su PIB. Pero si tenemos en cuenta la contribución de las filiales de sus empresas multinacionales la cosa cambia ya que, a pesar del elevado déficit comercial, sus ventas representan tres veces el valor de las exportaciones. Más concretamente, la mera relación de intercambio concierne especialmente a la mundialización mientras que la globalización es la transformación estructural que afecta a los parámetros de aquella e invade también otros ámbitos distintos de los estrictamente comerciales. Así, la desregulación o, mejor dicho, la fase neoreglamentadora de los antiguos monopolios y su desmantelamiento en cuanto entes públicos es un rasgo de la globalización con efectos significativos allende las propias fronteras gracias a la mundialización, sin la cual no habría competencia quedando sin sentido el fin último del nuevo enfoque de la desregulación. A saber, mantener el carácter de servicio público allí donde sea imprescindible favoreciendo no obstante al consumidor con precios menores sin reducción de calidad en el suministro. Lo paradójico es que en el universo complejo del second best en el que vivimos, caracterizado por la competencia imperfecta, en la que las naciones y los poderes públicos constatan su pérdida de influencia (o su transformación), en el que el capital se desplaza sin prácticamente restricciones, en el que las externalidades juegan un papel determinante, es difícil aceptar que el librecambio sea óptimo. Sin embargo, la praxis política y el instinto transaccional entre las naciones hacen que prevalezca el librecambio, o al menos una versión suavizada del mismo. Es decir, el librecambio es una solución subóptima desde el punto de vista económico pero razonablemente óptima desde el punto de vista político.